El dictamen del comité de inteligencia del Congreso de EEUU, recomendando vetar las compras a las empresas chinas Huawei y ZTE, huele a oportunismo ideológico: coincide con una campaña electoral en la que los republicanos acusan de Obama de haber sido blando con China, y los demócratas reprochan a Romney que, en su anterior vida financiera, desmanteló empresas cuyos empleos acabaron en China. Como es sabido, el empleo será un tema clave en las elecciones de noviembre.
La acusación más grave, que sus equipos de telecomunicaciones podrían servir como “puertas traseras” para el espionaje electrónico, no ha sido probada, y los clientes aludidos han declarado que esos equipos han sido probados y certificados por laboratorios de confianza del gobierno estadounidense. La otra acusación subraya que ambas empresas “no están libres de influencia del gobierno y el partido comunista chino”. ¿Hay alguna empresa china libre de influencia, en el régimen totalitario de Pekín?
Tengo edad y memoria como para recordar aquellas advertencias sobre “el peligro amarillo”, y también cómo algunos especularon con la idea de azuzar las diferencias entre China y la URSS. Los vientos cambiaron tanto que se dio por aceptado que la globalización abriría el gigantesco mercado chino y, a cambio, su peculiar capitalismo regimentado moderaría sus extremos. Los bajos salarios, las subvenciones estatales y la connvivencia entre empresarios y burócratas, se han disimulado por años en nombre de la llamada “diferencia china”. Las empresas occidentales han hecho todo lo legalmente posible – y más – por hacer negocios en y con China, por instalar fábricas en China y/o por contratar en China la fabricación de sus productos. Recíprocamente, si una empresa china aspiraba a cotizar en Nueva York o Londres, se la recibía con entusiasmo. La crisis y la inestabilidad política, en todo caso, han ensanchado la brecha entre las reglas de los dos sistemas, y en eso estamos ahora.
Los dos grandes competidores de Huawei y ZTE – Ericsson y Alcatel Lucent – que en ausencia de aquellas dominan el mercado de las telecos norteamericanas, tienen filiales y socios en China. Una buena razón para que no dijeran ni pío durante la investigación del comité de inteligencia. Cisco, con muchos motivos para estar enfadada con Huawei, tenía un contrato con ZTE por el que esta revendía algunos de sus productos [lo ha roto al conocerse que alguno fueron a parar a Irán, contraviniendo el embargo]. El Wall Street Journal ha revelado que desde 1997 Huawei ha recibido ayuda de consultores de IBM para mejorar sus técnicas de gestión.
Es tardío – y presuntamente ingenuo – sostener ahora que la compra de productos chinos es antipatriótica. Tardío porque los contratos que han ganado estas empresas no los van a perder; ingenuo porque la manera de ganarles en el futuro será presentando mejores ofertas. Y además, torpe: si al gobierno chino se le ocurriera tomar represalias, es un decir, restringiendo las exportaciones de componentes, la industria electrónica de Estados Unidos vería rota su cadena de suministros, y sus costes subirían. Hay algo de cinismo, creo yo, en el hecho de que un incipiente alza de salarios en China indujera a ciertas marcas estadounidenses a desviar contratos a Malasia y Vietnam. Mientras tanto, hay fabricantes chinos que empiezan a instalarse en Bangladesh.
Nada de lo anterior significa que Huawei y ZTE merezcan la etiqueta de empresas ejemplares. Tomemos la transparencia informativa, que es de lo que mejor puedo opinar: el lenguaje estereotipado, la ausencia de diálogo y de discusión entre sus directivos y la prensa, no son asuntos menos relevantes que saber si cotizan o no en bolsa, o cómo eligen sus órganos directivos, dos rasgos que, según los que saben más que yo, serían un gran progreso.